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Mostrando entradas de noviembre, 2020

De las series inconclusas. Mi abuelo

  Mi abuelo murió cuando yo tenía año y medio. De él, supe en mi infancia, quedaron dislocadas en la casa su cama, los libros de contabilidad que escribía con una caligrafía impecable, y los pequeños zapatos que mandó a hacer para mí cuando nací. Cuando lo pienso en alguna tarde con aguacero, me doy cuenta que yo era una pequeña isla vacía donde llegaron, con el tiempo, a habitarme estas tres reliquias ya sin hogar.     No recuerdo nada de él. No puedo llamar a un rostro para llamarlo “abuelo” o percibir una voz ronca como la de él. Se convirtió en un fantasma, un mito, una leyenda que andaba los viejos tablones del piso de esa casa demasiado vieja. En las madrugadas, sus pasos, me dijeron, hacían rechinar la madera mientras yo me hundía debajo de las cobijas y me decía que pronto llegaría el amanecer.   Con su oscuro humor de niñas, mis hermanas me decían que mi abuelo me visitaba en las noches porque yo dormía en el cuarto que había sido de él. Esto no era cierto. Pero lo que sí era

Peccatum

 Es la mirada que te ponen encima mucho antes de ser alguien. Ya te han definido. Has adquirido valor y una vida por delante, y ciertas posibilidades, y una estrella buena o mala sabrá dios por qué. Ya han visto en qué terminará esa mirada, el quiebre de aquella mano, o la caminata primera a los nueve meses. Y ese juicio hace la existencia más fácil, más accidentada, más forastero de tu pesebre o más lleno eres de gracia. Siento una tristeza muy real cuando pienso en los años que me tomó darme cuenta de que esa mirada existió a pesar de mi ignorancia. También, que la forma cómo veía el mundo tampoco era propia. Puedo, en retrospectiva, buscar las pistas para una escena del crimen, diría más bien, el intento de asesinato. En retrospectiva, de nuevo, la iteración enferma de aquel acto (¿original?) que tejió una muerte, todavía inacabada. Por lo pronto, no hay otra historia. Ha sido esta, la exhumada. No hay otra existencia, tampoco. Esta, la envejecida, que todavía llora en algunos rinco

Par de orejas

Uno se da vuelta y está todavía oscuro. Un par de orejas se levantan en algún rincón de la cama. Digo que se levantan, pero es apenas una intuición. Doy otra vuelta y quisiera caer de nuevo por esa puerta brillante del sueño, pero no. Pronto ese cielo comenzará a hacerse celeste y ya no habrá remedio, tendré que levantarme. A instancias de ese par de orejas que se mantienen arriba, atentas. No, esta situación no tiene otra salida. Ruedo, entonces, sobre la cama. Una lluvia de lengüetazos. ¿Cómo podría seguir dormido? ¿Cómo podría resistirme a semejante tormenta tropical? ¿Cómo no mover todas las poleas y suspenderme en la vigilia de un día que parece estar ya cocinado desde ayer? Solo por ese par de orejas, por esa cola y por esa mirada que apenas es un par de cristales pequeños en la dudosa luz de esta madrugada. 

La diferencia

 Un día fui alguien o así lo pensé. Esas ficciones obligatorias del vivir (Una sombra sobre mi cabeza, posiblemente una jaqueca). Un día, pues, fui alguien, así lo pensaba cuando evitaba majar las líneas de las baldosas en el lejano Liceo Unesco. Mientras caminaba faldero detrás de algún compañero en la escuela. Podía dar por sentado un nombre y una pertenencia. Pero ni mi nombre era mío, ni nadie me había reclamado como suyo. Esto lo sabía, o más bien no lo sabía. Lo sabía como se saben las cosas que nadie cuenta o las distancias que nadie calcula. No es hasta muy recientemente que me di cuenta que la diferencia siempre había estado ahí. En el ojo de lo mismo. Había intentado insaciablemente sostener la ficción del vivir. Ahora, tengo que dar paso al horror que muestra de lleno su rostro, ya viejo. Después de tanta resistencia. Cuando veo lo que fue, lo que fui y la impostura de ese verbo irregular, ya no sé si pueda recuperar algo de lo que se llevó octubre. 

DAMNATIO MEMORIAE

Temporal en noviembre. Una tormenta que se hizo huracán que se hizo tormenta. Sin nombre propio. Pienso en mí como aquello que no quería ser: un metal, una herida. Toda acción de alivio es una herida que se inflige en el presunto poder de un otro. Una vez abierta, carcome. Borrar a alguien del recuerdo es intentar desesperadamente salir del laberinto de las causas y los efectos. Sobre la superficie pulida, la grieta siempre es un recordatorio de nuestra mortalidad. Es crear también el fantasma que regresará en la hora más oscura para presentar su tarjeta de servicios profesionales. Uno se consume borrando con cuidado los nombres, el aspecto del rostro, las líneas de un cuerpo que no queremos guardar, eliminamos fotos que demuestren que estuvo allí, que significó alguna cosa, derrumbamos lo que pudo haber sido una fortaleza, un observatorio, una iglesia... Y después de los cambios, después de la mudanza, después de cubrir con cuidado las inscripciones de lo que parecía un nuevo muro, al