De las series inconclusas. Mi abuelo
Mi abuelo murió cuando yo tenía año y medio. De él, supe en mi infancia, quedaron dislocadas en la casa su cama, los libros de contabilidad que escribía con una caligrafía impecable, y los pequeños zapatos que mandó a hacer para mí cuando nací. Cuando lo pienso en alguna tarde con aguacero, me doy cuenta que yo era una pequeña isla vacía donde llegaron, con el tiempo, a habitarme estas tres reliquias ya sin hogar. No recuerdo nada de él. No puedo llamar a un rostro para llamarlo “abuelo” o percibir una voz ronca como la de él. Se convirtió en un fantasma, un mito, una leyenda que andaba los viejos tablones del piso de esa casa demasiado vieja. En las madrugadas, sus pasos, me dijeron, hacían rechinar la madera mientras yo me hundía debajo de las cobijas y me decía que pronto llegaría el amanecer. Con su oscuro humor de niñas, mis hermanas me decían que mi abuelo me visitaba en las noches porque yo dormía en el cuarto que había sido de él. Esto no era cierto. Pero lo que sí era