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Un puñado de buenas intenciones

 Uno toma un puñado de buenas intenciones y las apuesta. Se dice: "No todas al mismo. Así hay más oportunidad". Luego, se sienta a esperar bondades. Que por obra y gracia del efecto mariposa, de repente, el mundo sea otro. Que surjan las sonrisas en cualquier esquina, que repten afuera de sus caños las verdades que pensamos basura y que cada nauseabundo dios regrese a ese cielo de las fantasmagorías, donde las personas y las cosas se etiquetan con valores y otras estupideces como esa. Cree que, por azar, llegará una mirada amable a la puerta y que caerán un par de dragones a la par de la cama. Que siempre será posible volver a repetir la creación si hace falta o volver al tibio recinto de la memoria por si cae el ominoso meteorito del adiós. Uno toma un puñado de buenas intenciones y, ¡qué locura!, no hacía falta nada más, el mundo ya es otro. 

Es temprano, lo sé

Es temprano, lo sé. Estoy despoblando las estrellas. No creo que me alcance el día. Después de que haya terminado, no imagino cómo será el mundo. Uno le da un pequeño impulso a una canica y no sé sabe cuál agujero del piso encontrará ni la mano que cuarenta años después la rescatará del olvido. Cuánto más grande será el cúmulo de consecuencias de un gesto así. No es sabio intentar detener la noche, sino más bien, dejar listas las pequeñas cosas para el día siguiente. Pero sin estrellas, es como haber cerrado los ojos. Todos los días, alguien le sienta un arma a Dios en el regazo. Pero, ¿cómo podría alguien haber visto semejante cosa? La muerte atraviesa la curva del firmamento y es sabio dejar que termine su tránsito estelar. Cuando la luz revele los contornos de las cosas, reconoceremos la tierra llena de pequeños charcos de tiempo y los ojos de quienes no quisimos despoblar con un adiós. 

Delirio

 Se me levanta en translúcidos pergaminos toda la piel. Me desintegro por completo. Vacías hojas que están por nada. Todos, por fin, se han ido. Se queda la madrugada. Yo me repito que te he olvidado y tu recuerdo se repite como una negra caja de música. A tus ojos, que brillan en la oscuridad, les digo: "Quiero morir de una muerte buena y saludable". Pero he ahí que el nuevo día ya comenzó a infectar todas las superficies. ¡Cuánto quisiera haber estado en la calle! En la muerta de hambre, frente a un pinto y rodeado por las criaturas de la noche. En cambio, estoy hundido en mi extraña comodidad, frente a mi vida, rodeado por aquellos seres que no volví a ver. ¿Qué habrá sido de Maylin? ¿Dónde está Johannes? ¿Y Chito? Se prende la memoria entera. Esas hojas nunca escritas se convierten en cenizas. Ya no sé si acababa de desayunar en la muerta de hambre... o si me preparaba para un último adiós. 

Domingo quieto

 Los perros dormidos. Un pan que se cocina en el horno. Un sonido lejano, sordo, de tráfico aperezado. Gris, seguro lluvia. El sonido de un mensaje. Ningún movimiento. Hojas y viento, como siempre. Ahora sí, algunos ladridos lejanos, constantes. Crujen cosas. De repente, la refrigeradora. Como si volviera uno del pensamiento. No quisiera moverme. Todo está tan quieto. Pero ya es tarde. Un automóvil pasa frente a la casa. El sortilegio ha sido roto. El tiempo ha entrado en este domingo, y lo ha inundado todo. 

De las series inconclusas. La forma del vacío.

 Sucedió aproximadamente a las nueve de la mañana después de escuchar a la lavadora hacer su tracatracatraca flu gorigorigori durante una hora y media. Abrí la tapa y saqué la primera camiseta que inundó de delicioso olor a detergente todo el cuarto de pilas. La tendí en un gancho. La vi balancearse ominosamente. Recordé que, en mi vida, había implementado tres formas para tender camisetas y que, de alguna forma, acababa de percibirme como un vertedero temporal para gestos mínimos. Soy la forma del vacío, me dije. Tal vez lo susurré y eso me espantó.  Mi madre tendía las camisetas por los extremos laterales de la parte de abajo. Eso ocasionaba que las camisetas siempre se estiraban de esos dos extremos y, al ponérmela, siempre era una extraña máscara de la tragedia que discurría por las calles de Pezeta. Cuando migré a San José, conocí a una amiga que tendía las camisetas exactamente al revés: por los extremos de los hombros. Me pareció fascinante porque ya no se estiraban las camiseta

Lúcido

 Es la otra vida. La paralela. La que apenas intuyo. La que está hecha de resignaciones y prescripciones ontológicas. No me explico bien. La que está hecha de sus residuos. De aquello que continúa vivo a pesar de que fue tocado por la muerte. Palpitante. Por eso quiero dormir siempre aunque el insomnio. Tirarme desde la absurda altura de mis ensoñaciones y planear en el vacío de lo que está por acontecer. Allí estoy realmente. No me podrán encontrar de otra forma.

De las series inconclusas. El carrito.

 Varias veces escuché la misma historia durante los años que vivió mi madre. Ella la contaba siempre al hablar de mis hermanas y yo, de nuestra infancia. La historia en sí misma no pasa de ser una nimiedad, pero no deja de ser un evento fundacional para mí. Aunque hasta ahora sea capaz de pensarlo de ese modo.  La historia, pues, se trata de que cuando era niño, unos dos o tres años, me había levantado un día buscando el carrito que me habían regalado. La extrañeza de mi mamá provenía de que no me habían regalado un carrito. Supuestamente, yo lo describía, pero no puedo recordar esa parte de la historia. Tengo como imagen del relato que me metía debajo de la cama donde se suponía que debía estar el carrito y que, después, lo buscaba en el ropero y así, sucesivamente, hasta agotar todos los posibles lugares en los que podía estar. El carrito, por supuesto, no apareció. Mi mamá trataba, infructuosamente, de convencerme que no existía, que lo había soñado. Yo no podía creerlo y lloraba a

De las series inconclusas. La 7-11

Con el paso de los años y esa tendencia que tengo a rumiar ciertos pasajes de mi vida, me he dado cuenta (o he visto desde otra perspectiva, o he recreado) de que la 7-11 era un micromundo. He pensado durante mucho tiempo que era una especie de "basurero" del sétimo año del Liceo Unesco. Ese lugar fronterizo donde fueron a caer repitentes, problemáticos, y nuevos con poca suerte o influencias; como yo. Recientemente, he cambiado de parecer. La 7-11 era como una gota de agua que reflejaba, grotescamente, lo que el mundo era. El esfuerzo de la administración colegial en crear entornos más seguros, limpios y libres de malas influencias, creaba ese mundo marginado y marginal, donde distintas realidades colisionaban de lunes a viernes sin que profesores o administrativos pudieran poner orden, si es que hubieran querido hacerlo.  El paso de la escuela al colegio puede ser, potencialmente, una pesadilla. En ese lugar del sur, aquellas madres o padres que conocían un profesor, una se

Insomnio

 La tibieza de la oscuridad y sus imágenes dispersas, confusas, efímeras... Todo da vueltas atraído hacia un deseo mortal. He visto esperanzas que salían presurosas por debajo de la puerta. Como si una casa fuera un barco. Como si fuera océano, un país. Como si el propio mundo fuera solo profundidad, porque no puedo sondear siquiera la magnitud de su abismo. Floto ingrávido. En esas aguas superficiales de lo cotidiano y lo trivial. Hasta que el miedo, la ansiedad y, a veces, el pánico. ¿Me recordás? Tengo un dolor profundo en el hombro izquierdo. He pensado seriamente en comenzar a llorar. De forma terapéutica. Pero creo que pronto amanecerá. Y descenderá el nivel de las aguas. Y volveré a ver el camino definido por el que transitan los días. Aquella parada de bus, que se hunde pesadamente en la memoria, será pronto una anécdota.

Simple alegría

 Es que cuando sale el sol, no soy solo yo el que baila, se alegra, extiende las manos al cielo y pone en pausa el fin del mundo. La semilla sale de la tierra y saca dos hojas de más. Los perros se acuestan en la calle hirviente. Todas las cortinas se corren, las ventanas se abren y por las puertas salen sillas, chismes y rejillas para asar. Los niños que apenas saben caminar, se tropiezan con las palabras. Quienes los cuidan no le dan mucha importancia porque el mundo está hecho precisamente de tropiezos. El viento sopla fuerte, azota puertas, seca paños, sobrecamas y lágrimas. Se lleva estornudos, juramentos y canciones. Pero cómo puedo temer hoy de pandemias, guerras y el corazón perverso de los profits,  si el espíritu da vueltas carretas por todos los astrales.

Memorandum

 Establézcanos un perímetro. Un límite. Que nos permita crear defensas enormes, altas, muros inexpugnables y cuanta cosa tenga usted en su catálogo. Déjenos estar adentro, no afuera. Es insoportable el hedor que, a veces, percibimos de ese afuera. Que haya desodorizadores, desodorantes, aromatizadores, perfumes varios y emanadores de distintos tipos. En cada rincón... Y que no haya entradas... Tal vez una. Una salida. Es imposible vivir sin supervisar de vez en cuando qué hay más allá del perímetro. Aunque sabemos bien qué hay. Lo soñamos cada noche. En la madrugada. Angustia y monstruosidades sin nombre. Masas que son como líquido viscoso que se riega por encima de los bordes, de las fronteras, que no conocen los límites. Usted lo sabe bien. Usted que es el contratista debería también contemplar este tipo de cosas. Nosotros ni siquiera deberíamos saber que existe eso. A veces, con las caras pálidas de miedo, pensamos si usted tendrá algo en su catálogo que pueda ordenar lo que se mues

De las series inconclusas: Retablo ventana y hospital

 Todavía estoy en ese hospital. A los tres años... o cuatro. Poniéndome una ropa ligera color celeste. Sin entender lo que está a punto de suceder. Me quedo solo y los andamios de la memoria se caen enteros hasta que me llevan por los pasillos, acostado, nubladas todas las luces por las lágrimas. Grito y lloro, me resisto. En una mesa de operaciones a la par de la mía, un chico más grande (¿de ocho?), me dice algunas palabras de consuelo, pero las rechazo, es más, le grito como toda respuesta. Me han anestesiado pero no estoy dormido. Puedo ver la luz del quirófano y escucho voces. Siento vagamente la incisión. Un dolor soportable pero inequívoco. La memoria se detiene aquí de nuevo y no sé cómo, estoy en una habitación repleta de camas. Me han dado la que está a la par de la ventana. Tal vez porque soy del sur, o sea, alguien que vino desde más allá del Cerro de la Muerte. Tal vez porque desde ahí puedo ver a mi mamá cuando por fin llegue caminando por la acera del hospital. Pero no s

La casa imaginada

Cuando era pequeño, no podía imaginar una casa para mí. Las casas siempre eran de alguien. Construía, eso sí, con mis tucos, miles de naves espaciales. Todavía no podía imaginar que las casas viajaran. Así que lo que podía desear era un lugar a salvo dentro de las casas de las personas, en el rincón último, donde podía escuchar los murmullos de lo que ya fue. Acostumbrado a callar lo que observaba, pero a decir lo que debía, me parecía natural esa perenne sensación de estar desajustado. “Parece que vivir se trata de eso, ¿no?”. Cuando me fui de una casa para entrar a otra, de esa otra para entrar a otra, de esa otra para entrar a otra y el tiempo también era un cuarto de alquiler que habitaba mientras la muerte…, creí que la vida se trataba precisamente del viaje. Pero yo siempre estaba en la luna. A la que me había ido hace mucho tiempo con la primera nave espacial que pude. Y no quería volver. Como las casas no viajan y yo nunca supe qué era una casa, me asenté cómodamente en la cont

Si me muevo

 Si me muevo, lastimo el aire. Si respiro, alguien se ahoga en algún ahora. La tierra lamenta los pasos que doy hacia mi muerte y mi muerte, llora lo mucho que tardo en caerme en ella. Así se me va un día y otro, porque no puedo encogerme lo suficiente ni puedo retirarme tan lejos como quisiera, ni encerrarme herméticamente para no ser alcanzado por lo mucho que duele la mirada triste de los años que ya pasaron. Por más que trato de ocupar un espacio en el vacío, de lograr que algún latido me recuerde o la espesa maraña del tiempo me salte, no puedo evitar que, de nuevo, mi compañero del kinder ponga su mano en mi cuello, detrás de algún edificio, en la hora del recreo y me haga ver, con todo su peso, las luces más maravillosas que alguien pueda contemplar, a través de una ciega violencia que nunca deja de suceder. 

Cuando se hace de noche...

 Cuando se hace de noche, de noche se pone la calle y su asfalto respira pausadamente los humores del día acabado. El río recita su rosario de lágrimas de san pedro y yo lo sigo a través del pasillo que fue mi infancia, entre las velas oscurecidas de mi madre y sus visiones inquietas. Imagino sus orillas porque definitivamente son como las de mi cama mientras veía ratas gordas y ajenas jugar al azar contra la luna. Las casas se recogen en sus íntimas renuncias y nadie las ve llorar, porque, en fin, de quién es la culpa, ¿no? Yo, entonces, me recojo en estos espacios en blanco y pienso que la noche es algo que nos pasa cando ya nos pasó el día, porque no se puede cantar sin dejar caer algún silencio, porque eso es lo que buscan los perros debajo de nuestras mesas servidas para el mañana. Aunque en la noche, cuando el río recita y la calle nocturna y las casas, los perros vuelven sus panzas a las estrellas con los ojos cerrados. Nos parecemos tanto. Porque no es que piense en el tiempo y