De las series inconclusas. La 7-11

Con el paso de los años y esa tendencia que tengo a rumiar ciertos pasajes de mi vida, me he dado cuenta (o he visto desde otra perspectiva, o he recreado) de que la 7-11 era un micromundo. He pensado durante mucho tiempo que era una especie de "basurero" del sétimo año del Liceo Unesco. Ese lugar fronterizo donde fueron a caer repitentes, problemáticos, y nuevos con poca suerte o influencias; como yo. Recientemente, he cambiado de parecer. La 7-11 era como una gota de agua que reflejaba, grotescamente, lo que el mundo era. El esfuerzo de la administración colegial en crear entornos más seguros, limpios y libres de malas influencias, creaba ese mundo marginado y marginal, donde distintas realidades colisionaban de lunes a viernes sin que profesores o administrativos pudieran poner orden, si es que hubieran querido hacerlo. 

El paso de la escuela al colegio puede ser, potencialmente, una pesadilla. En ese lugar del sur, aquellas madres o padres que conocían un profesor, una secretaria, la directora, presionaban para que sus crías y amistades pudieran quedar juntas en la distribución de grupos. Quienes tenían cierto prestigio social, económico o político, tampoco dudaban en usarlo para ese mismo beneficio. Los campos que quedaban eran destinados azarosamente a aquellos que no tenían una cosa u otra. El séptimo año recibe, además, a aquellos que no pudieron adaptarse al colegio y que se quedaban rezagados en la carrera por el bachillerato. Chicos y chicas con vidas sexuales activas, en conflicto con sus creencias, deseos o historias de vida, con hogares disfuncionales, o casi inexistentes, y sin interés en el estudio ni respeto por la autoridad. 

Durante años pensé con resentimiento en mis amigos de la escuela, que felices se sentaban juntos en la 7-8 y que sus madres o padres movieron todos los resortes posibles de la maquinaria administrativa para que pudieran estar juntos. En retrospectiva, sé que no era un niño agradable y, por como pintaban las cosas, tampoco lo sería de adolescente. ¿Quién podía culparlos? Bueno, yo, quién más. Pero el mundo no se movería un nanómetro de su eje por un resentimiento que era, más bien, una anagnórisis. 

Contra todo pronóstico, fui elegido presidente de la sección. No precisamente porque fuera popular, sino por todo lo contrario. Eso de ser presidente es la cosa que nadie quería hacer en ese espacio marginal. Y, además, nadie esperaba que alguien lo tratara de hacer de forma seria y comprometida. Pero yo lo asumí como si fuera una misión, con toda la fuerza que mi crianza fervorosamente católica me pedía. Así que me consagré a apuntar en la parte de atrás de un cuaderno todas las faltas tipificadas o no, en las que podía sorprender a quien, de por sí, tenía una condena, como yo, en ese fin del mundo. Básicamente, era un inadaptado que creyó que se le había dado mucho poder. 

Las etapas se sucedieron con cierta rapidez. Fui visto con cierta curiosidad e, incluso, algo de gracia. Para pasar a la indiferencia, la molestia y, por último, el franco rechazo. A los cien días de mandato, contaba con la tasa más baja de aprobación que ninguno de los sétimos hubiera visto. Por si fuera poco, claramente había desaparecido para aquellos amigos míos de la 7-8, que vivían el paraíso en la tierra mientras yo me consumía en un infierno que, pensaba yo, no estaba a mi medida. 

Convencido de la legitimidad de mis acciones, de mi superioridad moral y de la franca negativa del resto del grupo a buscar una conducta iluminada por la religión y la ley, toqué la puerta de la orientadora para poner en evidencia la ingobernabilidad de la 7-11. Era la orientadora una mujer relativamente joven, delgada, con el pelo corto y con una característica que, de inmediato, saltaba a la vista: tenía una pierna ligeramente más corta que la otra, lo que la hacía cojear constantemente al caminar.  En este punto, no me acuerdo fielmente si toqué la puerta de su pequeña oficina, o ella estaba saliendo y cerraba la puerta mientras escuchaba mi informe de labores, o si ya estaba en camino con ese ritmo propio que hacían sus tacones al caminar. 

Tal vez caminábamos. Posiblemente yo le enseñaba todas las veces que Fulano se había levantado sin permiso, que Sutana había hablado con la de atrás, lo mucho que copiaban en exámenes y todos esos inaceptables delitos que sucedían descaradamente frente a mis narices. De cómo el profesor de Música, cansado seguramente (lo puedo entender ahora) de años interminables y frustrantes de trabajo, salía de la clase cuando asignaba un examen o tenía que cuidarlo, para no ver el mercado negro que surgía entre quienes sabían perfectamente cómo burlar el sistema. Si alguien podía ayudarme, tenía que ser ella. 

Como toda respuesta, y sus palabras se hallan perdidas para siempre porque no puedo recordarlas, me dio rápidamente una lección mientras agotábamos la distancia del pabellón de matemáticas. Básicamente, me hizo ver que las relaciones sociales eran un bien superior a la disciplina, a la ley. Mi actitud, para ella, simplemente causaba la hostilidad del resto del grupo y, de forma implícita, me señalaba lo poco importantes que eran esas faltas para el colegio. Así que tenía que sacar cuentas de cuál debía ser mi comportamiento en adelante para lograr un grado aceptable de asimilación con ese micromundo. 

No es que estuviera decepcionado. No pensé, ni por un momento, que la orientadora no tuviera razón. Eso hubiera sido un gesto de rebeldía que no me podía permitir. Por el contrario, constituyó una especie de iluminación. Como si viera el mundo por primera vez. Su verdadero rostro. No el que pintaban las leyes, los mandamientos o mis padres. Así que ese era el mundo, me decía.

No era que existiera un doble estándar, sino que la personas no podían reconocer la verdadera jerarquía de valores bajo la cual orientaban sus actos. Una persona podía declarar la importancia de los valores espirituales en su vida y, al mismo tiempo, estafar a su propia familia porque, básicamente, vivíamos en la completa ignorancia de qué reconocemos como prioritario al actuar. No está de más decir que, desde ese día, me ha costado ser firme con respecto a lo que creo. Me cuesta reconocer lo que exactamente se juega bajo la mesa y la incertidumbre es un platillo que se sirve humeante más de tres veces al día. 

La orientadora me enseñó también que había una continuidad entre las distintas clases de personas en cuanto a este tema, aunque la impresión superficial pudiera crear la ilusión de una oposición. Las personas educadoras no eran distintas de las personas estudiantes, ni de la clase trabajadora, ni de la clase empresarial, ni de la clase política. Que el mismo presidente de la república tenía que dejar en espera sus más altos valores frente a los favores que debía, las relaciones públicas y las encuestas de opinión. 

No recuerdo qué hice como presidente el resto del año. Posiblemente nada. Dejé el grupo religioso en el que estaba porque ya no creía en él. Secretamente, me afirmé como ateo. Acepté que la 7-11 me enseñaría cosas que no aprendería en ninguna otra sección y que había sido un golpe de suerte, al ego y a la psique. Como suele suceder, la mayor parte de quienes estaban rezagados perdieron el año una vez más, algunas personas lo lograron a punta de burlar el sistema, y estamos quienes pasamos a octavo con un profundo impacto emocional.

A veces, en días como hoy, tengo la imagen presente de la orientadora, su vestido ochentero y su inconfundible forma de caminar. Espero que algún día se haya cansado de encajar. Tal vez levantó su voz en contra de algún abuso, propio o ajeno. Puede ser que haya animado a alguien a levantarse en contra de sus propias condiciones. En fin, para ella solo tengo un gracias plagado de incertidumbre. 

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