De las series inconclusas. La forma del vacío.

 Sucedió aproximadamente a las nueve de la mañana después de escuchar a la lavadora hacer su tracatracatraca flu gorigorigori durante una hora y media. Abrí la tapa y saqué la primera camiseta que inundó de delicioso olor a detergente todo el cuarto de pilas. La tendí en un gancho. La vi balancearse ominosamente. Recordé que, en mi vida, había implementado tres formas para tender camisetas y que, de alguna forma, acababa de percibirme como un vertedero temporal para gestos mínimos. Soy la forma del vacío, me dije. Tal vez lo susurré y eso me espantó. 

Mi madre tendía las camisetas por los extremos laterales de la parte de abajo. Eso ocasionaba que las camisetas siempre se estiraban de esos dos extremos y, al ponérmela, siempre era una extraña máscara de la tragedia que discurría por las calles de Pezeta. Cuando migré a San José, conocí a una amiga que tendía las camisetas exactamente al revés: por los extremos de los hombros. Me pareció fascinante porque ya no se estiraban las camisetas de esa forma extraña que siempre había conocido. Las camisetas ahora presentaban dos pequeñas colinas, una en cada hombro. Pura comedia. Tenía que plancharlas o masajearlas para aminorar ese efecto poco serio que parecía, incluso, insultante. Mucho tiempo después, y debido a la falta de espacio y exceso de ganchos para la ropa, comencé a tender las camisetas en esos estilizados pájaros hechos casi enteramente de vacío. Una maravilla. 

Pero, entonces, yo no era más que un estado transitorio por donde discurrían gestos o prácticas. Entendía completamente el libro de Kundera que se llamaba La inmortalidad. El gesto creaba al personaje. El gesto era el personaje. Esto me interpelaba espantosamente ahora, que estoy en los cuarenta y observo, como si fuera el crítico de teatro que se esconde en la última fila o en el palco más oscuro, el espectáculo que hago al salir en las mañanas, cuando observo las pequeñas plantas que nacen y crecen, exactamente como lo hacía mi madre. Me veo decir, sin poder contenerla, la broma un poco pasada que no fue bien recibida, como lo hace mi padre. O, por ejemplo, sus cotidianas paranoias. Esas sombras escondidas en los resquicios de una sonrisa, de una frase liviana o un pausa demasiado larga. 

Que, en mí, se depositaron hace tiempo, datos, informaciones, formas de hacer las cosas que no han sido revisados, puestos a prueba, meditados. Ocultos a simple vista, camuflados por la cotidianidad, se siguen reproduciendo. Tal vez, lo que es peor, desbordan los límites del contenedor y se revelan en entornos extraños y, no ellos, uno, es el que deviene distinto de sí mismo. Un gancho que ya no se reconoce ave, sino algo más. Es la risa que surge cuando la ocasión lo censura. Es decir "qué vacilón" frente a una tragedia, o "felicidades", como le pasó a alguien alguna vez. Es no saber qué decir y decir "adiós". Son las catacumbas que se encuentra uno al comenzar a escribir y no poder detenerse hasta que todos los restos hayan sido exhumados. 

Creo que con el tiempo, a punta de acostumbrarse al terror de no ser, puede uno, acompañado por el ruido continuo de una refrigeradora, por el sonido de la lluvia en el techo y por el tracatracatraca flu gorigorigori de una lavadora, aceptar que ese pequeño espacio de vacío ha sido ocupado por una vida entera de hacer negocios, intercambios y adquisiciones por doquier. Y que bien puedo dormir por la noche si todo lo que me llevo al morir sea ese contorno estirado que fue ave, que fue bestia, que fue una lluvia de meteoritos guardada por la memoria.  

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ecología del adentro

Abismo

Aquellos lugares