De las series inconclusas. El carrito.

 Varias veces escuché la misma historia durante los años que vivió mi madre. Ella la contaba siempre al hablar de mis hermanas y yo, de nuestra infancia. La historia en sí misma no pasa de ser una nimiedad, pero no deja de ser un evento fundacional para mí. Aunque hasta ahora sea capaz de pensarlo de ese modo. 

La historia, pues, se trata de que cuando era niño, unos dos o tres años, me había levantado un día buscando el carrito que me habían regalado. La extrañeza de mi mamá provenía de que no me habían regalado un carrito. Supuestamente, yo lo describía, pero no puedo recordar esa parte de la historia. Tengo como imagen del relato que me metía debajo de la cama donde se suponía que debía estar el carrito y que, después, lo buscaba en el ropero y así, sucesivamente, hasta agotar todos los posibles lugares en los que podía estar.

El carrito, por supuesto, no apareció. Mi mamá trataba, infructuosamente, de convencerme que no existía, que lo había soñado. Yo no podía creerlo y lloraba a moco tendido, como dicen, porque era imposible que algo tan real fuera de la sustancia de los sueños. ¿Cuándo acepté que el carrito no existía? No lo sé. Al repasar ciertos eventos claves de mi vida, me asusta pensar que no lo hice. 

Toda mi infancia, sufrí de forma continua parálisis del sueño. Me aterrorizaban esos eventos. Escuchaba voces, y risas a veces. A veces, también, tenía sueños muy vívidos. Cuando tuve más edad y aprendí a superar la parálisis para ingresar a un sueño lúcido, me fascinaba la claridad de la percepción que tenía en él. Puro extracto de felicidad. Mi miedo mas intenso y mi placer más grande se daban la mano en la misma grieta de la realidad. 

Uno de mis vicios más grandes, tengo que admitir, es precisamente imaginar de forma tan intensa, que casi creo que se ha hecho realidad el deseo. Me entretengo en ver mentalmente suceder la cosa, cómo lo haría, cómo sería su resultado. Es un vicio, porque rara vez lo llevo a la realidad. No sé si es porque me desanimo antes de empezar. Temo no encontrar de nuevo el carrito soñado y sumar cada ensoñación a la gaveta de los imposibles, también llamada, gaveta del principio de realidad. Si algo siempre está en potencia, nunca deviene imposible. 

Este no ha sido el único caso de conflicto con la realidad. Pienso en el amor, en esa insustancial cosa que es como un sueño lúcido, con todos los sentidos al tope, y que al despertar buscás por todos los lugares que anduviste, donde probablemente hayan huellas que demuestren que sí existió. O la figura, siempre incierta, del lector o el espectador. Me he encontrado, alguna vez, llorando inconsolable porque ese puente que es la obra nunca estuvo, y alguien, de forma cariñosa, tratando de explicarme por qué la vida no es como la había imaginado. 

Esto no se trata de creer en ti mismo, o de aceptar la realidad. En lo absoluto. Se trata, más bien, de la necesaria cesura entre esas dos instancias, de sus inconsistencias, de cómo el sentido brota a través de ese espacio inaudito y que nunca desaparecerá, a pesar de todos nuestros esfuerzos. 

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