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Mostrando entradas de julio, 2024

Llorar

 Son apenas las siete de la mañana y ya tuve mi primera llorada. Creo que ando sensible, le diría a alguien como si nada estuviera pasando. Hoy fue un capítulo de "El oso". Ayer, por ejemplo, cuando una atleta subió al podio en los juegos olímpicos. Anteayer, me topé en Youtube, "Amor eterno", cantado por Rocío Durcal. Basta un pequeño silencio en un dorama y se mueve toda la tierra. ¿No debería ser más bien lo normal? Sentir algo por quienes sufren, preguntarse por la alegría, por el cuido, por cómo llegar a ser un mundo más sabio. Tal vez es solo que se abre una brecha en un lago subterráneo y, de repente, la tierra sedienta se hace toda vida. La muerte, por lo tanto, no es un basurero, ni una marca en la frente, mucho menos los efectos colaterales del capital. Son los zapatos de mi madre que ya no tienen su peso, pero guardan la costumbre de caminar todas las semanas a la iglesia. 

Aquella película

 Fue hace tanto tiempo que no puedo decir el año. Estaba de visita en San Isidro, en casa de mis papás. Esa casa que ya solo existe en algunas fotos que conservamos mis hermanas y yo, con ese amarillo de siempre, con ese inconfundible filtro del tiempo. ¿Fui al video? Posiblemente. Eran tiempos anteriores a las plataformas de streaming, antes de que en internet se pudiera ver casi cualquier cosa. Trato de imaginarme entrando en el seguramente estrecho negocio, con sus pasillos llenos de cajas con las portadas de películas más y menos populares, más y menos terroríficas, más y menos sangrientas, más y menos policiacas, más y menos cómicas, más y menos latinoamericanas. En medio de ese extraño supermercado, como quien encuentra en una pulpería o un chino algo exótico, estaba "El olor de la papaya verde". Puede ser que alguna vez la viera anunciada en el periódico, en la cartelera de la Sala Garbo. También cabe la posibilidad de que alguien hablara de ella en la universidad. Con

Fantasmas

 Uno tiene mucho miedo de cambiar las cosas de lugar, de cambiar la casa entera, de llegar al extremo, incluso, de irse, aunque persiga la curva de esa casa que fue con el rabillo del ojo. Porque, ¿quién cuidará de los fantasmas que estaban ahí? El abuelo muerto, detrás de la puerta, ya no podrá espiar al niño pequeño. Los pasos de aquella niña milagrosa ya no serán escuchados en la madrugada silenciosa de un día de verano o el padre que se fue hace mucho tiempo, desde su existencia transparente, no observará a la madre lavando los trastes un día cualquiera. Tal vez es un mal negocio cambiar esa densidad del pasado por un presente cien por ciento libre de culpas y listo para reciclar. Ahora que ya me fui, que las rojas tejas de la infancia son un nudo de pixeles, que las viejas fotos han sido distorsionadas por los altos índices de humedad, los fantasmas de la casa se pasean solos en la memoria. Cuando se va la luz y los aparatos están silenciosos, me siento en mi cama de adulto y escu