Fantasmas

 Uno tiene mucho miedo de cambiar las cosas de lugar, de cambiar la casa entera, de llegar al extremo, incluso, de irse, aunque persiga la curva de esa casa que fue con el rabillo del ojo. Porque, ¿quién cuidará de los fantasmas que estaban ahí? El abuelo muerto, detrás de la puerta, ya no podrá espiar al niño pequeño. Los pasos de aquella niña milagrosa ya no serán escuchados en la madrugada silenciosa de un día de verano o el padre que se fue hace mucho tiempo, desde su existencia transparente, no observará a la madre lavando los trastes un día cualquiera. Tal vez es un mal negocio cambiar esa densidad del pasado por un presente cien por ciento libre de culpas y listo para reciclar. Ahora que ya me fui, que las rojas tejas de la infancia son un nudo de pixeles, que las viejas fotos han sido distorsionadas por los altos índices de humedad, los fantasmas de la casa se pasean solos en la memoria. Cuando se va la luz y los aparatos están silenciosos, me siento en mi cama de adulto y escucho... Es cuando me percato de esa soledad sin antepasados, de esos objetos que no me cuentan ninguna historia. 

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