Aquella película

 Fue hace tanto tiempo que no puedo decir el año. Estaba de visita en San Isidro, en casa de mis papás. Esa casa que ya solo existe en algunas fotos que conservamos mis hermanas y yo, con ese amarillo de siempre, con ese inconfundible filtro del tiempo. ¿Fui al video? Posiblemente. Eran tiempos anteriores a las plataformas de streaming, antes de que en internet se pudiera ver casi cualquier cosa. Trato de imaginarme entrando en el seguramente estrecho negocio, con sus pasillos llenos de cajas con las portadas de películas más y menos populares, más y menos terroríficas, más y menos sangrientas, más y menos policiacas, más y menos cómicas, más y menos latinoamericanas. En medio de ese extraño supermercado, como quien encuentra en una pulpería o un chino algo exótico, estaba "El olor de la papaya verde". Puede ser que alguna vez la viera anunciada en el periódico, en la cartelera de la Sala Garbo. También cabe la posibilidad de que alguien hablara de ella en la universidad. Con esa presunción de universitario joven, comprometido con lo alternativo, marginal, solo apto para paladares exigentes, saqué la película para verla. La máquina de VHS estaba en el cuarto de mis papás. Eran las horas de la tarde, mi mamá reposaba en la cama y no recuerdo que alguien más estuviera por allí. Mi papá seguramente trabajaba en la oficina que era una estancia más de esa casa quejumbrosa. Comencé a preparar los aparatos para la proyección de la película. Muy poco convencido, le pregunté a mi mamá si quería verla conmigo. Yo, lleno de prejuicios, por su devoción religiosa que rayaba en el fanatismo, por su conservadurismo y por su poca escolaridad, asumía que se iba a negar. Ella dijo que sí, y comenzó a suceder algo que era del orden del milagro. No porque ella disfrutara de la película, ni porque me dejó de importar si era vietnamita, francesa o si podría presumirla en un café. Más bien porque en el silencio donde los sonidos de la película se refugiaban, nosotros encontramos el entendimiento de quienes comparten un acontecimiento que no se iba a repetir. Ahora que ha pasado el tiempo y la mitad de mi barba es canosa, y las antiguas poses se han ido cayendo, siento cierto pesar por mí mismo. Se me había olvidado que ella, cuando no se ocupaba de la casa, de sus rezos y de sus programas de televisión, era artista. De forma laboriosa, recubría superficies con cientos de pequeñas cuentas, bodoques o pétalos sacados de botellas desechables. Recortaba telas y vestía imágenes. Imaginaba transformaciones a cosas cotidianas que se volvían creaciones en sus manos. Y escribía en un libro enorme que ella misma había hecho con diez cuadernos rayados y había decorado con fieltro. Ahora que ya no está, he vuelto a encontrar la película en una plataforma y, con ella, este recuerdo. Se me llenan de lágrimas los ojos y todavía no sé por qué. Creo que es porque salvando las distancias y los detalles, la película era como ver pedazos de la infancia de mi mamá. Y porque ella era exactamente los olores de la cocina, la casa llena de fantasmas y santos, los sonidos de las cosas por toda la casa. Esa casa que también se extinguió, porque se quedó de repente muda frente a la ferocidad del tiempo.

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