Él y nada más

Tenía una luna en la nuca y un San Miguel furioso cerca de la cadera. Sudaba a mares, como se dice popularmente, y no le gustaba hablar mucho. Los sábados se derretía mientras corría interminables kilómetros por las calles grises de su pensamiento. "Un shot de cordura", le gustaba decir y no agregaba más. Planeaba convertirse en lobo un día de tantos y buscar una manada lejos, en ese país que existe en el último rayo de sol. Que era imposible, le decían. A él le daba igual lo que la gente considerara imposible. "Cada quien hace de sus miedos unas alas o un abrigo", dijo alguna vez. Me lo encontré en el revés de un espejo y esperaba por un disparo o un beso. Yo preferí lo último, sólo porque consideré que él era de aquellos espíritus que no debían extinguirse jamás. Y los besos son vida, ¿saben? Su espalda era un país que uno dejaba atrás en un vuelo de avión o, más bien, una cometa que se remontaba alto en el cielo de algún verano. Nunca quise que fuera real y no tuve razones suficientes ni ninguna de esas baratijas con las que libramos esos encuentros que tenemos con los que preguntan todo. La última vez que lo vi, se alejaba rumbo a algún lugar exótico, su destino o su alma, por las calles torcidas de mi pensamiento, bajo el cielo oscurecido de mi deseo.

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