De las librerías-laberinto

Las librerías, las que de verdad son librerías, ofrecen un salto dimensional. Uno entra, y no es que sea otro mundo (que bien pudiera ser que no hay paredes, ni horizonte, ni lugar donde nacer o morir aparte de las páginas y páginas accidentalmente reunidas en los anaqueles), sino que uno es otro. Al pasar el umbral, uno ya está como muerto porque el corazón del afuera ha dejado de bombear y otro órgano (pequeño tal vez si el tamaño es importante, que sustituye al que se ha quedado atónito, estático), pulsa, sin nombre, como una estrella lejana que apenas estudia un astrónomo, para que algo parecido a la sangre recorra los vericuetos de lo imaginable, lo pensable, lo amable. He aquí que uno contiene esa lágrima de tinta que pudo muy bien ser palabra a punto de escaparse de tu mano. A tiempo, antes que uno salpique de frases varias las superficies y las palabras de otros, quien atiende, esa persona (imposible estereotipos o taxidermia, podría presentarse con cualquier aspecto y en cualquier estado anímico, pero siempre Minotauro), se presenta como nodo extraordinario que conecta títulos, contenidos y peticiones imposibles mientras uno transita por el breve laberinto (ya quisiera uno que fueran las calles de una ciudad-libro) o, por lo menos, deleuzianamente, una extraña máquina que se compone de todas las posibles conexiones que suceden cuando uno lee la primera palabra de la última página del azar, esto es, laberinto que se supone ciudad y libro al mismo tiempo mientras sigue uno a quien atiende hacia algún callejón inesperado en el cual descansa, ajeno, el Libro. De las librerías, de las que de verdad son librerías, es casi imposible escapar (no sin dejar ciertas promesas en el alambre), porque su laberinto te devuelve ese mapa indispensable para viajar por tu adentro. Luego, en el Libro, se vuelve uno un poco Minotauro y no se explica uno por qué anda todavía pensando en aquel cuento de Borges o en aquella obra de Calvino.

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