Deriva

La vida, a veces, me recuerda una vieja clase de Estudios Sociales. En ese lejano Liceo Unesco y sus aulas en serie. Un libro de texto, un par de páginas sobre la deriva continental. Trataba de imaginar las grandes placas desplazándose ese par de centímetros por año antes de cambiar de página y ver en el mapa lo que fueron los continentes alguna vez. Luego, te hacés la pregunta: ¿y antes? ¿Antes de los continentes? ¿Antes del océano? Así es esta tarde de mayo: la vida parece desplazarse lentamente como parte de una deriva personal, un par de centímetros cada año con alguno que otro terremoto memorable que no cambia nada. Me pregunto el origen de este fenómeno, mientras las moscas se pasean nerviosas de una ventana a otra, y sé que no sé qué había antes de este cuerpo, de este océano que es mi adentro. Los recuerdos milenarios dejan fósiles que no logro reconocer, pero que clasifico con cuidado; por aquello de que siempre hay algo que decir en torno a cómo se ha vivido. Después, puede ser que algún volcán dormido lance tres fuegos artificiales hacia ese imposible cielo de mi mirada. Igual, la espesa sangre de la existencia se derrama en el tiempo y fertiliza la tierra. Con paciencia, otro día, puede darse uno el trabajo de hacer crecer alguna cosa.

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