Corte de los milagros

He tomado algunas personas del pasado y he formado, sólo por puro entretenimiento o por esa extraña costumbre que tengo de encontrar relaciones imposibles entre las cosas, el friso de la corte de los milagros versión personal. Figuran el niño que destruyó mi Concorde de juguete cuando tenía cuatro años y que sirvió a mi madre para justificar lo destructivo que son los amigos. El otro niño, casi un gigante, que casi me asfixia en primer grado y que me mostró lo peligroso que pueden ser los enemigos. Yo que en cuarto grado le puse en la silla vidrios al embrión de psicópata para desquitarme el que me haya presentado con la muerte. Aquella compañera que se casó conmigo por puro juego en la escuela y cuyo resultado fue la vergüenza y las burlas de los demás hasta que nos graduamos de sexto. La monja que en un partido de voleyball se le cayó el velo y fue más escandaloso que verle los calzones. Están ahí los niños y las niñas que gustaban de profanar con sus besos afrancesados la gruta de la Virgen María (por lo menos tenían el buen sentido de hacerlo en la parte de atrás, a su espalda, aunque dudo mucho que eso sea un atenuante). Está la orientadora que, maternalmente y con palabras muy cuidadosas, me dijo que yo era un soplón y descubrí que ser tan bueno era muy malo. La colegiala que, en mi primer beso, me dijo "no me muerda" como si fuera una mujer de mundo a sus quince años y yo que en mi segundo beso dije "no me muerda" como si eso fuera ser muy cool. El sacerdote que en la confesión me preguntó si yo me masturbaba y que cuántas veces lo había hecho; y yo, otra vez, porque le dije que sólo dos veces nada más y que cuántas avemarías... Aquel par de amigos con los que iba a la piscina y con los que disfrutaba demasiado en los vestidores; y el hombre aquél que enjabonaba demasiado tiempo un miembro demasiado grande gastando demasiada agua en frente de demasiados adolescentes. Toda la sección 7-11. Aquel chico de colegio que nos dijo que no se había puesto ropa interior y lo demostró abriéndose la cremallera y, por primera vez me di cuenta de que ahí habían (y seguramente habrían en mí) vellos. El borracho que me dijo que no había que tenerle miedo al miedo. El primer hombre con el que me ligué en el baño de una casa en Barrio Amón.  Aquel heterosexual que se hizo pasar por gay en la parada de buses de San Pedro y me convenció de que existía la reencarnación. La mujer que se levanta en las madrugadas para vigilar desde su balcón el barrio porque teme que la gente haga cosas prohibidas o pecaminosas en medio de la oscuridad. El artista que era demasiado importante y genial para ser apenas presentido por sus contemporáneos y lo gritaba en cada conferencia que tenía el honor de ser invitado. La mujer que tenía la certeza de estar a cada momento a punto de ser embrujada. El indigente que se bañó en una fuente a plena luz del día en Ciudad Guatemala y yo que creía andar vestido de justicia social. Aquel belga que se había afincado en Antigua y creía en la bondad de la humanidad, en el reiki y en el amor; lo tercero nunca lo tuvimos. El rubio que me amó de forma tan auténtica por sólo una noche y pidió que lo acompañara en la ducha a plena luz del sol. Aquellos que querían ser vistos coger y aquellos otros que querían verlos y los enredos increíbles de una caja de costura. La mujer que se desnudó con tanta naturalidad que borró por un instante cultura, moral religiosa, discursos y sexismos; pero también aquellos que en el peor error de sus vidas se lo recordaron. La mirada brillante de un enorme Santa Claus de apenas veinte años y yo que fui el duende más grande del mundo. No podría dejar por fuera la acomodadora que no podía sonreír, el pervertido de la esquina y el anciano que, como si fuera un acto circense, baja la cuesta apoyado en sus dos piernas, un bastón y un paraguas. Pero he de decir que soy yo el mayor monstruo de todos, el rey bufón de este friso; siempre descolocado, huido de mi propio sitio, objeto de mis propias pesquisas, migrante de mis oscuras ciudades.

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