Otra vez

Otra vez. Mi mano ya no es mi mano sino la larga carretera de un camionero. Su medianoche. Su Cerro de la Muerte y los dos mares presentidos más allá de la niebla. Mi cuerpo vuelve a ser un extraño que abre y cierra puertas dominado por fantasmas que caminaban los largos pasillos de una infancia en penumbras. De pronto, me encuentro dominado por un placer total pero fugaz mientras los vecinos van apagando las luces de su vigilia y buscan, desprevenidos, el sueño. Un gato maúlla y los perros saltan encima de mi cuerpo sin saber exactamente que bien podrían despedazar al infeliz por una trampa inocente del tiempo. Luego, sigue siendo extraño el hombre que me llama en esos pasillos de librería y me pregunta quién tuvo la culpa. También la mano demasiado grande del mesero de una cafetería que insistió en quedarse más de la cuenta escribiendo una orden que no estaba en el menú. No hay suficiente espacio para amar, para una caricia desinteresada o un éxtasis sin miedos. En este mi espacio blanco, casi vacío, los momentos que ya se fueron se arremolinan, consumen el aire, me asfixian. En ese momento, apago las luces. Yo también. Es entonces cuando entiendo que este cubo en el que vivo no tiene nada de especial. Todos nos ahogamos un domingo de noche, sumergidos en las luces artificiales de las estancias, circundados por el sonido monótono de las lavadoras, las secadoras, las refrigeradoras y los vicios de siempre. Olvidé regar la orquídea. Persistente esa planta. Tal vez algún día vuelva a tener el privilegio de ver el tímido ángel que surge blanco de alguno de sus brazos. Tal vez... sí, otra vez...

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