Él dijo, yo dije

Él dijo que ya no le quedaba tiempo, que vivía horas extra y pensaba en las estadísticas de esperanza de vida, en su padre, en su madre, en el abuelo, en el primer hombre, en que las cosas se tienen que acabar. Yo le dije que no tenía tiempo, que no tenía horas extra, que pensaba en las estadísticas de desempleo, en mi padre, en mi madre, en los niños pequeños y en que el mundo es una bola enorme que uno tiene que empujar por la dichosa pendiente de la vida (no mencioné a Camus, qué se le va a hacer). Él dijo que ya no reconocía sus pasos, ni la fuerza de su brazo, ni el cuerpo que bañaba todos los días. Yo, por mi parte, no le pude decir que yo tampoco me reconocía en mis sueños, en esos momentos que deshojaba  de lo que ya pasó, en los rostros de mis pocos amores. Él, posiblemente, quería que lo esperara o, tal vez, yo no tenía forma de alcanzarlo. Yo no podía confesarle que, en el punto medio de las estadísticas donde me hallaba, me sentía acabado y con ganas de acabar. No pude porque sus ojos veían todavía un mundo sin final y yo mismo quería creer en sus ojos, porque qué no habían visto pasar esos ojos: medio lluvias, medio charcos, medio noches . Lo vi, repentinamente, rodeado por el tiempo, ese orador insidioso que, poco a poco, nos convence de nuestra propia extinción. Él dijo, porque el decir era un privilegio que se había ganado, que se sentía mejor. Yo me alegré, porque en una reproducción un tanto particular del extraño caso de Benjamin Button, siempre me había sentido yo el viejo frente a ese hombre grande y, hasta ahora, que soy grande, comenzaba a sentirme niño, descubriendo quién soy en la tibieza de su abrazo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Ecología del adentro

Abismo

Aquellos lugares