(Hamlet)

Caminé por la plaza vacía. El reloj se resistía a dar su hora y yo... yo me resistía a volver. El frío era despreciable y la brisa podría haberme doblegado alguna otra noche, pero no ésta. ¿Dónde estás? Los irregulares adoquines de piedra creaban extrañas formas geométricas y seguir su curso me llevaba al par de hombres que vigilaban en silencio mi continuo deambular por ese espacio tan conocido pero que, en la confusa luz de la medianoche, parecía guardar una extraña similitud con un sueño angustioso. Lamentaba la ausencia de Horacio, el cual, en un arranque de dignidad e independencia, se negó a acompañarme otra vez en mi obsesión. El día de ayer sentí con claridad que todos me creen loco y que ese par de hombres que asisten a este espectáculo que soy yo en esta plaza con este reloj que dio su medianoche esperan un momento oportuno para matarme. Por orden de mi tío, me gustaría decir. Pero no, me matarían solamente por el feroz insomnio al que los someto día con día en esta plaza llena de anacronismos vanos. Pronto, demasiado pronto, el reloj dará la única campanada y será como rodar por una cuesta hacia el profundo abismo que será un nuevo día. Pero no puedo renunciar tan fácilmente a ese fantasma que fue mi padre y que, tal vez una de estas noches, me va a revelar por fin el crimen innombrable que le dará sentido a esta estúpida carne que él dejó como un despojo más de todas sus guerras.

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